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The New Brunswick Latino Association is a non-profit organization formed by a group of Latinos and Canadians who are committed to developing and strengthening Latin American culture and customs among residents of New Brunswick and visitors to the province.

Monday, February 12, 2007

02-014-2007 Club de Lectura-Book Club

LETRA PARA SALSA Y TRES SONEOS POR ENCARGO- Ana Lydia Vega

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida...
roben blaoes

En la De Diego fiebra la fiesta patronal de nalgas. Ro­tundas en sus pantis súper-look, imponentes en perfil de falda tubo, insurgentes bajo el fascismo de la faja, abis­males, olímpicas, nucleares, surcan las aceras riopedrenses como invencibles aeronaves nacionales.

Entre el culipandeo, más intenso que un arrebato co­lombiano, más perseverante que Somoza, el Tipo rastrea a la Tipa. Fiel como una procesión de Semana Santa con su rosario de qué buena estás, mamichulin, qué bien te ves, qué ricos te quedan esos pantaloncitos, qué chula está esa hembrota, men, qué canto e silán, tanta carne y yo comiendo hueso...

La verdad es que la Tipa está buena. Se le transparenta el brassiere. Se le marca el Triángulo de las Bermudas a cada temblequeo de taco fino. Pero la verdad es tam­bién que el Tipo transaría hasta por un palo de mapo dis­frazado de pelotero.

Adióssss preciossssa, se desinfla el Tipo en sensuales sibilancias, arrimando peligrosamente el hocico a los technicolores rizos de la perseguida. La cual acelera au­tomática y, con un remeneo de nalgas en high, pone mo­mentáneamente a salvo su virtud.

Pero el salsero solitario vuelve al pernil, soneando sin tregua: qué chasis, negra, qué masteria estás, qué ma­teria prima, qué tronco e jeva, qué zocos, mama, quién fuera lluvia pa caelte encima.

Dos dias bíblicos dura el asedio. Dos días de cabecidura persecución y encocorarte cantaleta. Dos luengos días de qué chulería, trigueña, si te mango te hago leña, qué bestia esa hembra, sea mi vida, por ti soy capaz has­ta de trabajal, pa quién te estarás guardando en nevera, abusadora.

Al tercer día, frente por frente a Almacenes Pitusa y al toque de sofrito de mediodía, la víctima coge im­pulso, gira espectacular sobre sus precarios tacones y: encestaaaaaaaaaa:

— ¿Vamos?

E1 jinete, desmontado por su montura da una vuelta de carnero emocional. Pero, dispuesto a todo por salvar la virilidad patria, cae de pie al instante y dispara, trai­cionado por la gramática:

—Mande.

La Tipa encabeza ahora solemnemente la parada. En el parking de la Plaza del Mercado janguea un Ford Torino rojo metálico del '69. Se montan. Arrancan. La radio aúlla un bolero senil. La Tipa guía con una mano en el volante y otra en la ventana, con un airecito de no que­rer la cosa. El Tipo se pone a desear violentamente un apartamento de soltero con vista al mar, especie de discoteca-matadero donde procesar ese material prime que le llueve a uno como cupón gratuito de la vida. Pero el desempleo no ceba sueños y el Tipo se flagela por dentro con que si lo llego a saber a tiempo le allano el cuarto a Papo Quisqueya, pana de Ultramona, bródel de billar, cuate de jumas y jevas, perico de altas notas. Dita sea, concluye fatal. Y esgrimiendo su rictus más telenovel, tra­ta de soltar con naturalidad:

—Coge pa Piñones.

Pero agarrando la carretera de Caguas como si fuera un dorado muslo de Kentucky-fried chicken, la Tipa se apunta otro canasto tácito.

La entrada al motel yace oculta en la maleza. Ambiente de guerrilla. El Torino se desliza vaselinoso por el camínito estrecho. El empleado saluda de lejitos, mira coolmente hacia adelante cual engringolado equino. El carro se amocola en el garage. Baja la Tipa. El Tipo trata de abrir la puerta del carro sin levantar el seguro, hercúlea empresa. Por fin aterriza en nombre del Homo sapiens. La llave está clavada en la cerradura. Entran. Ella enciende la luz. Neón inmisericorde, delator de barros y espinillas. El Tipo se trinca de golpe ante la mano negra y abierta del empleado protuberando ventanilla adentro. Se acuerda del vacío interplanetario de su billetera. Mi­nuto secular y agónico al cabo del 'cual la Tipa deposita cinco pesos en la mano negra que se cierra como ostra ofendida y desaparece, volviendo a reaparecer de inme­diato. Voz roncona tipo Godfather:

—Son siete. Faltan dos.

La Tipa suspira, rebusca en la cartera, saca lipstick, compacto, cepillo, máscara, kleenex, base, sombra, bolí­grafo, perfume, panti bikini de encaje negro, Tampax, desodorante, cepillo de dientes, fotonovela y dos pesos que echa como par de huesos a la mano insaciable. El Tipo siente la obligación histórico-social de comentar:

—La calle ta dura, ¿ah?

Desde el baño llega la catarata de la pluma abierta. El cuarto tiene cara de clóset. Pero espejos por todas partes. Cama de media plaza. Sábanas limpias aunque sufridas. Cero almohada. Bombilla roja sobre cabecera. El Tipo como que se friquea pensando en la cantidad de gente que habrá sonrojado esa bombilla chillona, toda la bellaquería nacional que habrá desembocado allí, los cuadrazos que se habrá gufeado ese espejo, todos loa brincoteos que habrá aguantado esa cama. El Tipo parquea el cráneo en la Plaza de la Convalecencia, bien nom­brada por las huestes de enfermitos que allí hallan su cura cotidiana, oh, Plaza de la Convalecencia donde el espaceo de los panas se hace rito tribal. Ahora le toca a él y lo que va a espepitar no es campaña electoral. Se cuadra frente al grupo, pasea, va y viene, sube y baja en su montura épica: La Tipa estaba más dura que el corazón de un mañoso, mano. Yo no hice más que mi­rarla y se me volvió merengue allí mismo. Me la llevé pa un motel, men, ahora le tumban a uno siete cocos por un polvillo.

La Tipa sale del baño. Con un guille de diosa bastan­te merecido. Esnuíta. Tremenda india. La Chacón era chumba, bródel.

— ¿Y tú no te piensas quitar la ropa? —truena Guabancex desde las alturas precolombinas del Yunque.

E1 Tipo pone manos a la obra. Cae la camiseta. Cae la correa. Cae el pantalón. La Tipa se recuesta para ligarte mejor. Cae por fin el calzoncillo con el peso metálico de un cinturón de castidad. Teledirigido desde la cama, un proyectil clausura el strip-tease. El Tipo lo cachea en el aire. Es —oh, pudor— un condescendiente condón. Y de los indesechables.

En el baño saturado de King Pine, el macho cabrío se faja con la naturaleza. Quiere entrar en todo su esplendor bélico. Cerebros retroactivos no ayudan. Peles a través de puerta entreabierta: nada. Pantis negros de maestra de estudios sociales: nada. Gringa soleándose tetas Family Size en azotea: nada. Pareja sobándose de A a Z en la última fila del cine Paradise: nada. Estampida de mu­jeres rozadas en calles, deseadas, desfloradas a cráneo limpio; repaso de revistas Luz, Pimienta embotelladas; incomparables páginas del medio de Playboy, rewind, replay; viejas frases de guerra caliente: crucifícame, ne­grito, destruyeme, papí, hazme papilla, papóte. Pero: nada. No hay brujo que levante ese muerto.

La Tipa llama. Clark Kent busca en vano la salida de emergencia. Su traje de Supermán está en el laundry.

En una humareda de Marlboro, la Tipa reza sus últi­mas oraciones. La suerte está como quien dice echada y ella embollada en el despojo sin igual de la vida. Desde la boda de Héctor con aquella blanquita comemierda del Condado, el himen pesa como un crimen. Siete años a la merced de un dentista mamito. Siete años de rellenar caries y raspar sarro. Siete años de contemplar gargan­tas espatarradas, de respirar alientos de pozo séptico a cambio de una guiñada, un piropo mongo, un roce de mariposa, una esperanza yerta. Pero hoy estalla el con­vento. Hoy cogen el vuelo de tomateros los votos de castidad. La Tipa cambia el canal y sintoniza al Tipo que el destino le ha vendido en baratillo: tapón, regor­dete, afro de peineta erecta, T-shirt rojo pava y mahones ultimátum. La verdad es que años luz de sus más plati­nados sueños de asistente dental. Pero la verdad es tam­bién que el momento histórico está ahí, tumbándole la puerta como un marido borracho, que se le está haciendo tarde y ya la guagua pasó, que entre Vietnam y la emi­gración queda el racionamiento, que la estadidad es para los pobres, que si no yoguea engorda y que después de todo el arma importa menos que la detonación. Así es que: todo está científicamente programado. Hasta el tran­sistor que ahogará sus gritos vestales. Y tras un debut en sociedad sin lentejuelas ni canutillos, el velo impenetra­ble del anonimato habrá de tragarse por siempre el por­tátil parejo de emergencia.

De pronto, óyese un grito desgarrador. La Tipa embala hacia el baño. El tipo cabalga de medio ganchete sobre el bidet, más jincho que un gringo en febrero. Al verla cae al suelo, epilépticamente contorsionado y gimiendo como ánima en pena. Pataleos, contracciones, etcétera. Pu­gilato progresivo de la Tipa ante la posibilidad cada vez más posible de haberse enredado con un tecato, con un drogo irredento. Cuando los gemidos se vuelven casi estertores, la Tipa pregunta prudentemente si debe llamar al empleado. Como por arte de magia cesan las lamenta­ciones. O tipo se endereza, arrullándose materno los chichos adoloridos.

—Estoy malo del estómago —dice con mirada de perrito sarnoso a encargado de la perrera.

soneo I
Primeros auxilios. Respiración boca a boca. Acariciando la pancita en crisis, la Tipa rompe con un rapeo florecido de materialismo histórico y de sociedad sin clases. Fric­ción vigorosa de dictadura del proletariado. Recital ale­luya del Programa del Partido. El Tipo experimenta el fortalecimiento gradual, a corta, mediana y larga escala, de su conciencia lirona. Se unionan. Emocionados entor­nan al unísono la Internacional mientras sus infraestruc­turas se conmocionan. La naturaleza acude al llamado de las masas movilizadas y el acto queda dialécticamente consumado.

soneo II
La Tipa confronta heavyduty al Tipo. Lo sienta en la cama, se cruza de piernas a su lado y, con impresionante fluidez y meridiana claridad, machetea la opresión mi­lenaria, la plancha perpetua y la cocina forzada, compa­ñero. Distraída por su propia elocuencia, usa el brassiere de cenicero al reclamar enfática la igualdad genital. Bajo el foco implacable de la razón, el Tipo confiesa, se arre­piente, hace firme propósito de enmienda e implora fer­vientemente la comunión. Emocionados, juntan cabezas y se funden en un largo beso igualitario, introduciendo exactamente la misma cantidad de lengua en las respectivas cavidades bucales. La naturaleza acude al llamado unisex y el acto queda equitativamente consumado.

soneo III
La Tipa se viste. Le lanza la ropa al Tipo, aún atrin­cherado en el baño. Se largan del motel sin cruzar pa­labra. Cuando el Torino rojo metálico del '69 se detiene en la De Diego para soltar su carga, sigue prendida la fiesta patronal con su machina de cabalgables nalgas. Con la intensidad de un arrebato colombiano y la perseveran­cia somociana, con la desfachatez del Sha, el Tipo rein­cide vilmente. Y se reintegra a su rastreo cachondo, al rosario de la interminable aurora de qué meneo lleva esa mulata, oye baby, qué tú comes pa estal tan saludable, ave maría, qué clase e lomillo, lo que hace el arroz con habichuelas, qué troj de calne, mami, si te cojo...

Monday, February 05, 2007

02-07-2007 Club de Lectura-Book Club

El Club de Lectura se realizara en la casa de Manuel Maqueo. Contianuaremos con el mismo cuento cubano LA NOCHE DE RAMÓN YENDÍA.

Monday, January 29, 2007

01-31-2007 Club de Lectura-Book Club

El club de lectura se realizará en la casa de Robert.

LA NOCHE DE RAMÓN YENDÍA

Ramón yendía despertó de un sueño forzado con los músculos doloridos. Se quedara rendido sobre el timón, todavía andando el automóvil, rozando el borde que se-la calle del "placer". A la izquierda se sucedían casas: una fila de casas nuevas, simétricamente yuxtapuestas y apretadas unas contra otras. Algunas estaban todavía por terminar; otras eran habitadas por gentes nuevas, "pequeños burgueses; grandes obreros", que todavía no se sentían afirmadas en el lugar; por tanto, menos agresivas. Por instinto, o por accidente, Ramón buscó este lugar, para el descanso. Desde hacía cuatro no iba a casa; dormía en el "carro", en distintos lugares. Una noche la pasó en la piquera misma de los Parados. Fuera precisamente allí donde todo se enyerbara. Tuvo miedo, pero se esforzó por dominarse, por demostrarse a sí mismo que podía ahora hacer frente a la cosa. No quería huir; sabía, oscuramente, que al que huye le corren atrás —salvo, desde luego, que alguien protegiera su fuga. Estos cuatro días habían sido, cada minuto, una sentencia de muerte. La veía venir, la sentía formarse, como una nube densa, cobrar forma, salirle garfios. Ramón no podía huir, lo sabía; quizás pudiera quedarse, ocultarse, o simplemente esperar. En todo terremoto queda siempre alguien para contarlo. Es un juego terrorífico; pero luego, la vida es toda ella un poco jue­go. La segunda noche, sin embargo, fue a parar a las afueras, junto a una valla; y la siguiente se detuvo junto a la casa de un revolucionario. Conocía a aquel hombre, aunque probablemente no fuera conocido por él. "Acaso me alquile", pensó. Si lo hacía, tal vez pudiera pasar la borrasca inadvertido. De algún modo presentía que la borrasca tenía que venir, y que pasaría. Sus "clientes" se habían ausentado ya; luego, esto se hundía.

Ramón no tenía experiencia en estas luchas. Había caído como en un remolino. Hacía tres años que era chofer, y cuatro que le había nacido la primera niña —ahora eran tres, las tres hembras, ninguna sana. La mujer hacía cuanto le era posible. Dejaba a la menor en una cunita, amarrada con cintas, y se iba a pegar badanas al taller. Pero esto era ahora; antes no tenía siquiera taller.

Durante estos cuatro días no fue él a casa sino dos veces, y eso furtivamente. Vivían aún en aquel cuarto de Cuarteles, con puerta al patio y a la calle. Estela había suspirado por una casita suya —un bohío que fuera Les habían ofrecido una de madera, en un "reparto", con cien pesos en mano solamente. Los hubieran podido tener reunidos, de no ser por la enfermedad y la muerte del niño, que era el mayor, y que los dos lucharon desesperadamente por salvar. Ahora comenzaba a levantarse de nuevo. Ramón tenía un buen "carro", por el que pagaba tres pesos. También él suspiraba por un carro suyo —un Ford que fuera. Tenía buenos clientes, trabajaba dando rueda hasta quince horas, pues además de su casa, tenía a Balbina, la mujer pródiga, con sus ocho hijitos de tres hombres. Todo era penoso. El carro bebía gasolina como agua. Era un seis en línea, pero Ramón no tenía paciencia para aguantar en la piquera. Ahora, cuatro días antes, había cambiado de carro y de garaje. Era un hombre nervioso, de grandes ojos castaños, que captaba antes que muchos los mensajes, A veces, sin que hubiera ningu­na manifestación exterior, veía venir las cosas. Los chóferes reían; lo hacían espiritista.
El día 6 por la noche fue a guardar temprano, y al otro día no volvió por aquel garaje. El día 8 se fue al de Palanca y sacó un carro más nuevo. Ya no había en la calle ninguno de sus "marchantes" habituales; sin duda también ellos se habían olido la tolvanera. Hacía más de un año que le alquilaban, todos los días. Buena gente, después de todo, al menos para él. Hablaban con calor humano y familiar en la voz, y parecían creer en lo que hacían. No eran cazadores; su misión era informar, y nada más. Y Ramón, también, les había ayudado; él les había prestado sus servicios.

Esta mañana del 12 el mensaje se le hizo apremian­te; lo recibió como un sueño doloroso. Hasta las tres de la mañana había estado dando rueda o parado en "aca­demias" o cabarets. No había sido un mal día; en esto, «penas se notaba nada insólito. Antes de retirarse, detu­vo el carro junto a un farol, cerca del Capitolio, y pasó 'balance: había seis pesos y centavos. En ese momento ' pasó un individuo a su lado y lo miró detenidamente; era un joven, con aire de estudiante y llevaba una mano en el bolsillo del saco. Ramón pensó en ir a su casa, a llevar el dinero; dio un rodeo y se paró en la calle parale­la, y caminó hasta allí; se acercó por la transversal, cruzó por el patio y entró sigilosamente. Hizo funcionar su lám­para de pila (se la había regalado uno de sus clientes, y era una prenda excelente), como un ladrón o como un \ policía, más bien que como un perseguido. Nada le daba a entender todavía que él fuese un perseguido; lo presen­tía, simplemente. No se atrevió a encender la luz, porque la luz revela el blanco, y él entraba allí a escondidas. Enfocó la lámpara sobre las camas; dos de las niñas, las jimaguas, dormían, con las caritas juntas, en una colom­bina; estaban desnuditas, sobre la sábana, y tenían las manos abiertas en torno a los hombros. En la otra colom­bina dormían Estela y la menor; la tercera colombina era la suya y estaba vacía. Nadie se despertó. Estela tenía puesta una camisa de dormir, y las manos, palma bacía arriba, a ambos lados de la cara. A pesar de los trabajos pasados, era aún bella; era joven, tenía la nariz fina, los ojos grandes, el pelo copioso, la barbilla saliente, los la­bios gruesos y la boca grande y golosa; Ramón adivinó su fuerte fila de dientes, algo "botados"; sus ojos despiertos color de miel; su mirada avispada. La contempló un ins­tante; luego puso el dinero sobre la mesa (allí estaba, es­perándolo, la comida) y salió. No había nadie en torno al automóvil; todo parecía normal; pasaban demasiados automóviles y a demasiada velocidad; había luces encen­didas en varias casas: eso era todo — ¡bastante!

De retirada pasó frente a la estación central de policía. Se advertía una agitación interior inusitada; le pareció que la pareja de guardias había hecho, al sentir su auto, un movimiento nervioso con las armas. Él dobló por la primera calle a la derecha, sin pensar en si era o no dirección contraria. En la siguiente esquina se detuvo, dudando hacia dónde dirigirse; pero su pensamiento se había remontado varios años atrás, y viejas imágenes se reprodujeron ante sus ojos, como evocadas por un proyector de cine. Por aquella fecha había prendido en él una especie de fiebre revolucionaria; no sabía exacta­mente por qué; nunca había podido someter sus emocio­nes a un examen frío y analítico. Quizás se hubiese con­tagiado, simplemente. No solía leer gran cosa, y no per­tenecía a ningún grupo donde se le hubiesen inculcado principios o aclarado posiciones propias. Había llegado del campo doce años antes, con todos sus hermanos, des­pués que su padre, perdidos sus ahorros en la quiebra bancaria, se había ido, manigua adentro, con la cabeza echada hacia atrás, rígido como un cadáver. (Nadie lo había visto jamás desde entonces.) El contagio le vino sin aviso; estaba en el aire. Todavía no había tenido ninguna de las niñas, y el niño crecía fuerte y bello, a Ramón no le iba mal en la calle; tenía suerte para los clientes fijos, quizás porque tenía buen pulso al timón, y sabía correr, y a la vez, sabía ir despacio.

Fue así la cosa. Casi a diario le alquilaban tres o cua­tro jóvenes a veces juntos, otras separados. Él no sabía aún quiénes eran; sabía tan sólo que eran revolucionarios y que manejaban alguna plata. Ser revolucionario era un mérito; la palabra resonaba a gesta nacional de indepen­dencia; la había oído desde niño, a los de arriba y a los de abajo; era moneda nacional de buena ley. Luego, es­taba bien. En casa había un poco de luz; los clientes le tomaron cariño; les inspiró confianza; hablaban con él y, gradualmente, su tono, sus frases, su entusiasmo lo impreg­naron. Hablaba ya como ellos en la piquera, en el garaje casi todo el mundo empezaba a hablar así, aún no parecía haber en ello mucho peligro. Se hablaba en voz alta, y se hacían visitas rápidas, a veces, a la alta noche. En oca­siones, él mismo servía de enlace, con su máquina, sin nadie dentro, le pagaban regularmente; no le pagaban mal. Al fin, Ramón era uno de ellos.

Cambió entonces la marea. Justino, el niño, se enfer­mó. Estela estaba encinta, y también algo alterada. Vi­nieron las jimaguas, la penuria, y — ¿quién sabe?— la duda. Ramón podía encenderse, emocionarse; creer con firmeza, no. Vio entonces que ser revolucionario no era tan llano. Una noche como ésta, a principios de agosto, de sobre mañana le alquilaron dos hombres. Al instante, notó que había algo anormal. Podrían ser "expertos"; otras veces le habían alquilado así, y una vez dentro le habían dicho: "Vamos a la estación." Una vez en la es­tación descubría que estaba circulando, que había des­obedecido la luz roja, que se le había ido el pie en el acelerador, u otra cosa por el estilo. Un abuso, desde luego, pero la Sociedad ponía la fianza, y a veces había un juez tan benigno que le condonaba la multa. Estos dos hombres no eran tampoco pasajeros de los que pa­gan; dijeron también "a la estación", pero la revelación fue distinta.

Ramón aguantó la primera. Lo pasaron a un cuarto pe­lado con el piso y las paredes garapiñados de cemento; le golpearon en la cara, en el estómago, en los fondillos. Lo insultaron con las frases más injustas y más soeces; le ensuciaron con palabras todo lo que más quería; le ame­nazaron con hacerle cosas a su mujer. Lo aguantó todo. Para su sorpresa, tras esa prueba, lo pasaron por la carpeta y el teniente lo puso en libertad. Subió entonces a su au­tomóvil y con gran trabajo lo llevó hasta el garaje. Aque­lla noche no fue a su casa, pues tenía los labios rotos y echaba sangre por la boca. Podía decir que había choca­do; en la misma estación le recomendaron que diera en casa esta disculpa. Gracias; no hacia falta: él no iría a su mujer con más disgustos. Sus mejores clientes anda­ban juidos en estos días, y apenas había podido llevar a casa dos pesetas cada día. Durmió en el garaje, y al día siguiente salió temprano. Fue a su casa y dijo a su mujer que había estado alquilado toda la noche, si bien todo se lo habían quedado a deber. Una de las niñas es­taba enferma; la madre creía que era la dentición, pero él temía otra cosa; la niña lloraba constantemente, y es­taba como un hilo. En los días siguientes no vio ninguno de los clientes significados, y tuvo la sensación de que había por todas partes ojos que lo vigilaban. En el tér­mino del día y la noche le pusieron dos multas; y al día siguiente tres multas. El cuarto día lo volvieron a llevar a la estación, repitiendo la prueba, más dura aún que la anterior. Entonces lo dejaron ir de nuevo y le echaron de "diplomático" a otro chofer que él conocía; un tipo resbaloso, que él veía trabajando siempre de noche, boleando por los hoteles y los cabarets, o parado en las pi­queras. Éste comenzó la carga con vaselina; poco a poco, lo fue impresionando, con la idea de que los políticos sólo trabajan para sí, para ser ellos los mandones. Le hizo va­rios cuentos. Ramón veía cada vez más oscuro aquel cuarto donde vivía; más anémica y suplicante la gente que lo habitaba. Luchó consigo mismo antes de ceder, pero el otro tenía un argumento persuasivo. Le dijo que, en fin de cuentas, era asunto de políticos contra políticos. ¿No tenían "aquéllos" dinero para alquilarle? Así comenzaban todos, y al cabo se olvidaban de los que les habían ser­vido de peldaño. No, Ramón era un imbécil si seguía así. Podía, desde luego, seguir sirviendo a sus clientes. Lo único que se le pedía era que obedeciera ciertas indica­ciones de él, y le diera ciertos informes.

Tal fuera el cómo y el porqué. Se vio acosado y ce­dió; se le perdonaba todo, y se le ayudaría. Fue enton­ces cuando Estela, al tiempo que luchaba por salvar a las niñas, soñaba con la casita de madera, y él con el carro propio. El médico dijo que las niñas necesitaban alimen­to y aire libre. Lo de todos; no hay un hijo de obrero que no necesite eso; las suyas acaso llegaran a tenerlo. Ramón era un hombre humano, después de todo; no se movía, como otros, por esas venas frías que, de vez en cuando, laten en el alma de las gentes. Cedió entonces, por los suyos, por sí mismo. ¿Qué hacer, si no? ¿Dejarse prender, estropear, dejar morir a Estela y a las niñas? Luego se lo preguntaba a sí mismo, justificándose. Sabía que estaba procediendo mal; esto le remordía, y necesitaba hacer un enorme esfuerzo y desdoblamiento de su voluntad. Para calmarse, apelaba siempre a sus fines: quizás hiciera mal, pero lo hacía por bien. ¿Sería mejor haberse negado, haberse dejado aniquilar?

Sufrió mucho, desde entonces. Adelgazó, se tornó más nervioso y sombrío, cada vez necesitaba más fuerza de vo­luntad para ocultar a su mujer el drama que lo roía por dentro. Sabía que varios de los que él había delatado pe­naban en presidio, que acaso alguno hubiese sido asesi­nado. Ante esto, sólo le aliviaba el pensamiento de que, después de todo, ninguno era tan pobre como él; todos tenían por lo menos familiares y amigos que podían algo y no los abandonarían. A él, en cambio, nadie le echa ría una mano. Tenía que depender solamente de sí mis­mo. Si un día no podía llevar las tres pesetas a casa, los suyos no comerían; si un día no pagaba la cuenta, le qui­taban el carro; si se enfermaba, ni siquiera le darían en­trada en el hospital. Luego, era justo y humano defenderse, a costa de quien fuese. Constantemente necesitaba echar mano de estos argumentos para acallar su alma, pero dentro de sí llevaba a la vez la acusación que lo tortu­raba y perseguía. Cada nuevo día sentía más cargado su ánimo. Presentía que un día u otro algo tendría que es­tallar. La atmósfera se cargaba; sus mejores clientes ha­bían comenzado a desconfiar de él. Temía incluso, una agresión, y esto le obligó a ir armado y a sentirse en lucha. Llevaba siempre el Colt al alcance de la mano; su contacto parecía tener un efecto sedante sobre sus nervios.

Finalmente, los mismos que lo dirigían —el otro cho­fer, dos o tres secretas— parecieron abandonarlo. Tenían demasiado consigo mismo y, por otro lado, ya les servía de poco. Se le habían cerrado todas las puertas entre los revolucionarios; se sentía inmovilizado, sin poder avanzar ni retroceder. Esta tensión duró algunos meses, no podría sobrellevarla por mucho tiempo. Cuando vio venir la furia, cuando la vio desatarse y comenzar a cundir, sintió una especie de alivio. "Salgamos de esto", se dijo, y esperó.

Pero este alivio, producido por el cambio de postura, dio pronto paso a una nueva angustia. Se sentía rodea­do, copado, bloqueado; sabía que en alguna parte y a alguna hora, ojos que acaso no hubiese visto lo buscaban; o acaso esperaran tan sólo la ocasión más propicia que se acercaba. Y entonces, la situación sería la misma, aun­que al revés, que cuando lo habían llevado por primera vez a la estación —sólo que ahora todo cobraría una forma más violenta y decisiva. Ahora era un acabar, y nada más. Si estaba descubierto —y él creía que lo es­taba— y si "los nuevos" ganaban —y él sabía que esta­ban ganando—, entonces, no había salida. Sólo quedaba una cosa: agacharse y esperar; y otra: saltar y defen­derse.

Las dos eran malas. Ahora, mientras esperaba conci­liar una decisión sobre dónde debía ir, pensó si ni habría mi tercer camino. Tenía imaginación, pero le faltaba fe para creer en la posibilidad de sus propias imágenes. Sin embargo, ahora era cuestión de probar algo. A Estela no le harían nada: ella no tenía la culpa; lo más qué podía pasarle, era padecer todavía más miserias; se le morirían lis niñas, ella misma, quién sabe... Pero si él se sal­vaba, algún día volvería por ella. ¿Podía salvarse?

Pensó que sí. Puso el automóvil en marcha, y lo dejó ir lentamente, no sabía exactamente a dónde. Pensó que lo llevaría al garaje y que de allí se iría a pie o como pudiera al campo. En Nuevitas había aún gente que lo recordara, o que recordara a su padre. Podían darle amparo, esconderlo y esperar. Ahora bien —se le ocurrió de pronto— este levantamiento sería general, y meterse en un pueblo era ponerse aún más a descubierto, y en aquel pueblo no les querían bien. Sólo tenían dos o tres familias amigas, tan pobres como ellos. Aquí, en La Habana, por lo menos había mucha gente, muchas casas. Mudaría de garaje nuevamente. ¡Si pudiera mudar de casa! Con esta idea se fue en busca de aquella fila de casas, frente al "placer", donde estaban fabricando, pero de pronto le había sobrevenido una terrible fatiga, y estaba dormido antes de que el auto se detuviera completamente.

Y ahora, despertaba en esta mañana de agosto en que todo había estallado ya. Ramón se dio cuenta de que ya no había nada que hacer.

Dos hombres entraban, revólver al cinto, en una de estas casas donde no parecía haber nadie. En ese mo­mento, otro asomó a una de las ventanas, todavía sin ventana; los de abajo le hicieron una seña de complici­dad, y el de arriba bajó corriendo, también armado. Ra­món se había apeado y fingía estar arreglando el motor, con la cabeza hundida bajo el "capot". No conocía a ninguno de aquéllos, pero ellos podían conocerlo a él. Los tres siguieron, sin embargo, a paso ligero, calle arri­ba, con porte vencedor. En situación normal no se hu­bieran atrevido a ir así porque Ramón estaba seguro de que éstos eran revolucionarios, y de que iban en busca de alguien. No eran obreros pomo él; vestían bien (aun­que ahora iban sin saco) y lucían bien nutridos. La lu­cha era entre ellos, entre los de arriba. ¿Por qué tenían que haberlo comprometido a él, primero los de un bando y luego los del otro? Sin embargo, así era; inútil ya eva­dirse. Primero lo hubieran aniquilado los viejos; ahora, lo rematarían los nuevos. ¿O no?

Tal vez. Todavía llamaba en él una esperanza, aun­que no sabía en qué fundamentarla. Por de pronto, re­solvió no separarse del automóvil. No iría a guardar. Tenía aún dinero para ocho galones de gasolina. Por de pronto se le ocurrió ir a explorar las salidas de la ciudad; pero al entrar en la calzada notó, de lejos, que había una especie de guardia de control en Aguadulce. Dobló por la primera esquina y se sumergió de nuevo en plena ciudad.

La vida se había desatado. La huelga se había roto. Las calles estaban llenas de gente a pie. Pasaban auto­móviles llenos de civiles y soldados. Gritaban, vitoreaban, voceaban, saltaban, esgrimían armas. Ramón quitó el "al­quila", pero fue inútil. En seguida se le metieron en el automóvil cuatro hombres de aspecto respetable. Salían de una casa de la calle San Joaquín, y le ordenaron que los llevara al Cerro. En Tejas había un remolino de gente; un hombre forcejeaba por desprenderse de los que lo aprehendían, y éstos eran azuzados por los espectadores. Había hombres y mujeres. Ramón aprovechó un claro para seguir delante, pero alguien puso la mirada en el in­terior de su coche. Un grupo se lanzó en su persecución, disparando; una de las balas entró por la ventana poste­rior del fuelle y salió a través del parabrisas. Ramón se detuvo; sus pasajeros se tiraron del auto, y emprendieron una carrera loca, por las calles laterales, perseguidos por varios jóvenes; entre éstos, algunos eran casi niños (uno, no mayor de quince años), pero llevaban grandes revólve­res y disparaban hacia adelante. Ramón esperó arrimado a la acera, pensando: "ahora vienen por mí", pero nadie pareció pensar en él. Algunos espectadores excitados lle­garon hasta él, preguntándole dónde le habían alquilado. Ramón dijo la verdad, y el grupo se disolvió, yendo en dirección a la calle San Joaquín. Ramón había dado el número de la casa de donde habían salido los pasajeros, pero acaso no viviesen allí; lo más probable era que se hubiesen escondido de noche en una de aquellas escale­ras. ¡Quién sabe lo que ocurriría ahora a los que habi­taban allí! Todo el mundo llevaba armas a la vista, y buscaban a alguien contra quién hacerlas funcionar.

Ramón puso de nuevo el coche en marcha, y regresó por el mismo lugar. "Me sumergiré en ellos —se dijo casi en voz alta—; haré que me crean de los suyos; esto es despistará." Después de todo había, sido de los suyos. Pero en seguida le entraron dudas en cuanto a su sangre "ría. Se miró en el espejo del parabrisas, y se encontró demudado, barbudo, como un fugitivo. Solamente aquella rara bastaba, en casos así, para hacerse sospechoso. Pero, el tiempo que pasaba Cuatrocaminos, vio otro grupo de hombres corriendo, con armas en las manos, y algunos de ellos iban tan barbudos y descompuestos como él. Sin duda eran hombres que habían estado escondidos en los últimos meses, o que habían sido libertados de presidie Él podía parecer lo mismo; en todo caso, nadie lo to­maría por uno de los que se habían beneficiado con e. régimen caído. Siguió andando, y algunas cuadras más adelante, otro molote perseguía frenéticamente a un hom­bre solitario, que se precipitaba, furiosamente, en zigzag al tiempo que arrojaba puñados de billetes a sus perse­guidores. Éstos pasaban por encima de los billetes sin recogerlos, disparando. Ramón se detuvo, interesado, a ver el final. Por fin, el hombre, que ya venía herido y dejaba tras de sí un reguero de sangre, cayó de bruces, a poca distancia del lugar donde Ramón había detenido su carro. Uno de los perseguidores, al verlo caído se di rigió a Ramón revólver en mano, y lo conminó a que le diera una lata de gasolina. Ramón obedeció, sacándole del tanque con una goma, el otro cogió la lata y roció al caído, que todavía se retorcía, al tiempo que algún otro le prendía fuego. Ramón volvió la espalda.

Las calles estaban llenas de gentes, civiles y soldado; Ramón puso de nuevo su carro en marcha; unos metros más allá se le llenó de jóvenes armados que lo tuviere: varias horas dando vueltas, sin un propósito aparente. A veces se apeaban, hacían entrada en una casa, y volvía: a salir. Pasando junto al garaje a que pertenecía su carro, notó que había sido allanado. Se detuvo y pidió que k llenaran el tanque de gasolina; viéndole alquilado por jóvenes armados, el que estaba al cuidado del surtidor hizo lo que se le pedía; Ramón siguió con sus "pasajeros" sin ocuparse de pagar. Al cabo de una hora más, los jóvenes lo mandaron parar frente a una fonda, y lo invitaron a comer.

Era más de mediodía. Ramón se sentó a la mesa con aquellos desconocidos. Le sorprendió que ninguno de ellos se ocupara de hacerle ninguna pregunta; aparentemente daban por supuesto que era de los suyos, que no podía ser otra cosa él, un simple chofer de alquiler. Mientras comían aquellos jóvenes hablaban en un tono sibilino y con intensa excitación. Comieron apresuradamente, y sa­lieron a la calle, olvidándose aparentemente de él. En vez de tomar de nuevo el auto, siguieron acera abajo, y a poco se perdieron entre el gentío, que invadía esta zona más densamente que ninguna otra.

Se hallaba en el corazón mismo de la ciudad. Ramón subió al pescante y se quedó un rato allí, pensando qué decisión tomar. Se sentía fatigado; hacía tanto tiempo que no comía, que el estómago parecía ya desacostumbra­do. Sin embargo, la fatiga no conseguía dominar su zo­zobra interior. Ahora tenía plena conciencia de hallarse en un mundo al que no pertenecía, en el cual posible­mente no hubiera lugar para él. Las relaciones que se ad­quirieran en este momento no tenían valor; nadie cono-e ría a uno con el cual hubiese cometido un asesinato horas antes, si con él no tenía relaciones anteriores. Estos jóvenes que le habían alquilado lo desconocerían unas horas después. Todo el mundo parecía andar mirando de­masiado alto o demasiado bajo; nadie al nivel natural. Sin embargo —llegó a pensar—, esto podía tener una ventaja; la gente parecía poseída de una euforia mística y frenética que tal vez le impidiera controlar las cosas.

De este sueño despierto salió Ramón al ver que un hombre lo miraba insistentemente desde la acera de enfrente. Aquel hombre lo observaba con una mirada fría y atenta cuyo significado no podía descifrar. Pero estaba seguro de que había intención en ella. Hizo un esfuerzo por dominar la inquietud. Se apeó, y con toda calma y la soltura posible fingió examinar algo en el motor. Montó de nuevo, pisó el arranque sin abrir la gasolina, como dando a entender que no funcionaba bien (como si toda su preocupación estuviera en esto) y luego arrancó, dando tirones. El hombre sacó un papel del bolsillo y apuntó el número de la chapa. Quizás no estuviese seguro. Ramón podía ser para él una de esas imágenes que no nos gas tan, pero que no recordamos, de momento, exactamente, dónde nos hemos encontrado con ellas. De lo contrarío, hubiera procedido allí mismo. Ramón estaba seguro Contaba de antemano con que en alguna parte, y por personas que desconocía, se había decidido, al menos mentalmente, su suerte. Escapar fuera de este remolino, le parecía totalmente imposible; ni siquiera se atrevía ya a intentarlo, pues ello daría lugar a sospechas. Si alguna salvación había, estaba en el centro mismo de la vorágine.

Las calles estaban por aquí intransitables. La ciudad entera se había volcado a ellas. Ramón dobló por una calle transversal, y al llegar a la esquina de Prado se de­tuvo. Le pareció que éste era un buen sitio para no pare­cer sospechoso. Para que no le alquilaran desinfló una goma, y montó aquella rueda sobre un gato. Además, abrió la cajuela de las herramientas, y comenzó a hurgar en el motor. Le sacó la tapa, desmontó el carburador, desmontó una válvula. Luego desmontó las otras válvulas y comenzó a esmerilarlas. Notó que traían mucho car­bón, y cuando le tocó su turno descubrió que el carbu­rador estaba sucio y casi obstruido. No en balde daba ti­rones y cancaneaba. Este trabajo aplacaba un tanto sus nervios. No miraba para nadie ni para nada fuera de su carro, y esto contribuía también a que nadie se fijara en él. Se había quitado el saco. Como puesto allí a propó­sito, descubrió que en la capa posterior había un overall viejo de mecánico. Se lo puso, y se tiznó la cara con grasa. Entonces se subió al pescante, pisando el arranque, pero mirándose al espejo al mismo tiempo. Pensó que difícilmente lo conocerían en aquella facha, salvo que lo miraran muy de cerca y con intención. Sin embargo, su cara tenía algunos rasgos difíciles de olvidar. Tenía los ojos grandes, pardos y un poco prendidos a los lados; tenía una pequeña cicatriz sobre uno de sus grandes pómulos y los labios describían una línea curiosa, que lo hacían siempre a punto de sonreírse con una sonrisa amarga. Risita-de-conejo, le pusieron en un garaje. En conjunto, sus rasgos se pegaban de un modo persistente. Nunca se le había ocurrido pensar en que esto tuviera importancia.

Se apeó del pescante y siguió trabajando. Ahora sacó al acumulador, le limpió los bornes, lo volvió a su lugar. Cuando hubo terminado de montar todo lo desmontado, era ya bastante más de media tarde. Este tiempo se le había ido menos penosamente que ningún otro desde que comenzaba la huelga. Este trabajo le había aliviado, y el garro funcionaba también con más soltura que nunca. Ramón le había revisado las cuatro cámaras, comprobando que estaban nuevas. Tenía aceite y gasolina. Antes de ponerlo en marcha sacó el revólver de la bolsa de la puer­ta delantera, y lo examinó; era un Colt nuevo; con él tañía una caja de balas. Le quitó las del tambor y lo mar­tilló seis veces verificando que funcionaba bien. Cuando lo hubo vuelto a cerrar, descubrió que dos o tres mucha­chos le estaban observando, con mirada codiciosa. Cual­quiera de ellos hubiera dado cuanto poseía por un arma así. Para ellos, estos revolucionarios eran hoy los seres más felices del mundo. Y Ramón —pensarían— era uno de ellos.

El automóvil se puso nuevamente en marcha. Sin saber cómo, minutos después se encontró Ramón a una cuadra de su casa. Se detuvo. Sintió un impulso irresistible de volver allí, a hacerles una breve visita; pero en aquel mo­mento vio venir un gran gentío por la calle transversal. Traían trofeos en alto, daban vivas y mueras. Los trofeos eran pedazos de cortinas, adornos de camas, retratos, un auricular de teléfono, jarrones... Ramón no tuvo tiempo de mirar más. Se metió en la primera bodega y volvió la espalda a la multitud. Cuando hubieron pasado levanto, de nuevo el capot del automóvil, y a uno de los niños que se acercaron a mirar, le dijo: "Ve al número doce de esa a calle, y dile a cualquiera que esté allí que venga un momento." El niño desapareció rápidamente, contento de que se fijaran en él; volvió a los dos minutos, diciendo que no había nadie en casa. "Habrán ido a casa de Balbina —pensó Ramón—; Estela se debe de haber dado cuenta." Como pensar: "Estela sabe que soy hombre muerto, y ha ido a consultar con Balbina, sobre lo que hará, para que las niñas no se le mueran."

De nuevo puso en marcha el automóvil. Siguió, sin propósito, por la misma calle hasta desembocar en la Avenida de las Misiones, y de allí dobló hacia el mar; pero en seguida dio vuelta, temiendo alejarse del centro. Le parecía que tan pronto se viera en un lugar desolado, lo atacarían, y no habría siquiera un testigo que lo con­tara. ¿Servían todavía los testigos? Desde luego que no; pero Ramón no quería morir, ser asesinado, sin que al menos alguien pudiera dar fe. No importa si no podían socorrerlo; por lo menos, el acto quedaría grabado en sus ojos, en su memoria, y serviría de algún modo como acusación. "Ningún crimen conocido queda por castigar", dijera una vez, en su casa, un loco pariente de su mu­jer. No estaría tan loco, cuando decía cosas tan pro­fundas.

Se ponía el sol cuando volvió a encontrarse en el cen­tro de la ciudad, andando despacio. Parques y paseos es­taban inundados de gente, que gritaba y corría excitada; oficiales y soldados se mezclaban en una tremenda exal­tación de triunfo. Todos los automóviles estaban en mo­vimiento; gentes y vehículos se movían en remolinos, de los cuales sólo se advertían impulsos ciertos de vengan­za. Sonaban tiros, pero altos; y todo el mundo andaba con los ojos encendidos, inyectados, a caza de algo. Era esto lo que más le angustiaba: todo el mundo tenía, en sus ojos, una intención de caza. El menor motivo, la menor justificación, hubieran bastado para hacer salir aquella cólera que él veía asomada a todos los ojos. Al caer la noche los movimientos de masas humanas parecieron adquirir un nuevo propósito, en direcciones ciertas. Se veían grupos que marchaban con paso unánime y decidido, y cruzaban entre los demás, amorfos y blandos, como escuadras de hierro. En seguida vio Ramón que, en medio de la excitación y exaltación general, eran estos grupos de compañeros los que realmente tenían un auto misión de ejecutar algo.

Muchas veces se había preguntado en los últimos días qué habría sido de Servando, el chofer que lo había iniciado a él en la traición. Había dejado de ir a la piquera; había dejado su auto en el garaje (era propiedad luya), y nada sabía de él. Ahora se hallaba Ramón pa­rado justamente en la misma piquera que el otro solía ocupar; rodando el azar, había venido a parar aquí sin saber cómo ni por qué. Pocas veces solía detenerse en este lugar. Un carretón asomó entonces por la calle del tranvía; venía cargado, aparentemente, de sacos de azú­car; lo conducía un carrero solo, con un par de muías viejas y amatadas. En el momento que cruzaba fren­te a la piquera, salió de un portal un grupo de ocho o diez jóvenes, que se dirigieron al carrero y le hicieron parar las muías. Seguidamente comenzaron a echar sacos al suelo, y cuando habían descargado una buena canti­dad, saltaron de debajo tres hombres. Los tres se tiraron a la calle, y se precipitaron ciegamente en dirección al Prado. Uno de ellos consiguió llegar hasta el primer mo­lote de gente y desaparecer; otro dobló por la siguiente calle, perseguido de cerca por algunos de los jóvenes, que le disparaban a quemarropa; Ramón no tuvo tiempo de ver el fin. El tercero cayó allí mismo. Apenas había saltado sobre la acera, iniciando el impulso hacia el portal, cuando se enderezó súbitamente, giró sobre los talones, y se desplomó. Ramón asomó la cabeza por la ven lanilla, y pudo ver la cara del hombre al tiempo que, al girar, se volvía sobre el hombro, en una mueca de espanto. Era Servando.

Por entonces se había hecho completamente de noche El gentío comenzó a despejarse, quedando sólo aquello que parecían ir a alguna parte. Ramón distinguía perfectamente entre éstos, dos grupos o clases de gente: los que iban a alguna parte; los que no parecían te­ner a dónde ir. Estos últimos se recogieron temprano, dejando las calles libres a los otros. "Ahora sólo quedamos ellos y nosotros", pensó Ramón. Todavía siguió un rato en la piquera. Era el único allí; ahora no se atrevía ya a moverse, pues el centro de la ciudad estaba abierto, y las calles tenían portales oscuros y esquinas aviesas. Su suerte estaba echada, pensó. Servando había caído pri­mero: le correspondía. Él tenía el mismo delito; estas gentes enfurecidas no estaban ahora para disquisiciones; no preguntarían si los motivos habían sido éstos o los otros; sólo preguntarían si él era Ramón Yendía. Pron­to empezarían a aparecer los fantasmas de sus vendidos.

Pensando esto, advirtió que un peatón solitario se de­tenía en la esquina y miraba de reojo hacia él. Habían retirado ya el cadáver de Servando, y no había agitación por este lugar. El peatón atravesó la calle, en sesgo, pa­sando a su auto y mirando de lado. Al subir a la acera de enfrente le dio en la cara una luz que manaba del interior de aquel edificio, donde unos obreros empujaban unas bobinas de papel. Instantáneamente reconoció Ramón la cara de aquel hombre; era justamente uno de sus primeros marchantes (de los menores); había sido uno de los primeros en desaparecer, cuando Ramón comenzó a informar a la policía. Mala suerte, sin duda. Ahora era el primero en reaparecer. Detrás vendrían los otros que aún Quedaran con vida. Lo cercarían; acaso estuvieran ya montando guardia en todas las bocacalles por donde tuviera que salir, dispuestos a cazarlo; lo tenían allí; lo dejaban estar, como a un cimarrón emboscado, al que se han cortado todos los caminos; pronto le lanzarían los perros.
¿Qué perros? Este que pasó mirándolo era uno de ellos; litaba seguro. Minutos después, vino otro —desconocido éste— que le miró también con insistencia. Ramón com­prendió ahora que los ejecutores estaban allí, y que la flota estaba comprendida en aquel cuadrado formado por dos manzanas. Imaginativamente vio a los que lo espera­ban apostados, armas al brazo, en las seis esquinas. ¿Por qué no venían ya por él?

Esta idea fue como un golpe de espuela en sus ner­vios. No se quedaría allí, no se dejaría matar pasivamen­te, encogido en el pescante. Correría, lucharía, por lo menos, con las fuerzas que le restaran. ¿Quién sabe? La vida está llena de imprevistos, y el que pelea llama a la suerte.

Con esta decisión pisó el arranque y arrancó en se­gunda. Salió a buena velocidad por la primera calle, con­centrado solamente en la conducción. El ruido del mo­tor, la velocidad en crescendo, le dio un alivio total y repentino. Instantáneamente dejó de pensar con angus­tia, para sentir con acción. Desapareció el peligro, la tor­tura, la previsión y sólo existía una cosa: aquella decisión de cruzar por entre sus enemigos y vencer. Al acercarse a la bocacalle donde suponía que lo esperaban, alargó la mano y, guiando con la otra, levantó el revólver al nivel de la ventanilla. Para su sorpresa, nadie lo molestó; nadie parecía esperarlo. Siguió adelante algunos metros, por la calle ancha del tranvía, y entonces moderó velocidad. Ha­bía poca gente por las aceras, y los que pasaban no parecían reparar en él. Nadie pensaba que un condenado a muerte pudiera andar ahora, suelto, por la ciudad, manejando un automóvil. Quizás ni sus probables ejecutores Sin embargo, aquellos tipos lo habían mirado significativamente, y uno de ellos —no había duda— era de los que tenían algo contra él. ¿Por qué no lo había atacado allí mismo? Tal vez porque no era de los que ejecutan; probablemente no estaría hecho de esa materia. Hay hombres que, no importa lo que sientan, son incapaces de hacerlo. Algunos, ni siquiera de ordenarlo. Éste habría ido a dar el aviso; y el otro probablemente no tendría nada que ver con Ramón.

Había detenido el auto justamente delante de uno de los faroles que alumbraban el parque. Alzando la vista ha­cia un letrero luminoso, tropezó con un reloj; el tiempo se había ido con demasiada velocidad; sumido en su dra­ma, no lo había sentido pasar: eran ya las nueve. Ahora sí no quedaban ya en la calle sino los que tenían algo que hacer. Se veía en su porte y en su paso; pero ninguno le prestaba a él una atención especial, aunque le parecía que todos ocultaban alguna desconfianza, o bien que se les hacía excesivamente visible. Su carro era el más vi­sible de cuantos rodaban entonces por la ciudad. Pensó que, si lo tenía parado, se haría más de notar.

Comenzó entonces una marcha lenta y penosa. Le pa­reció a Ramón que estas horas eran las últimas de su vida, y que muy pronto —quizás antes del día— todo lo que veía con sus ojos y oía con sus oídos habría des­aparecido, se habría disuelto en un vacío de eternidad. Como si nada hubiese existido jamás en el mundo; como si él mismo, Ramón Yendía, no hubiese nacido jamás; como si cuanto había amado, sufrido, gustado, no hubie­sen tenido jamás realidad.

Las imágenes de su vida comenzaron entonces a desfi­lar por su mente, como por una pantalla: claras, precisas, exactas, sin prisa y sin pausa. La misma realidad presente cobraba un sentido que jamás había tenido; era una realidad de sueño, donde se ven muchas cosas a la vez, sin que por eso se interpongan o confundan. Todo —pasado, presente, gentes, cosas, sentimientos— tenía un sen-pido neto, transparente y seguro. Y, sin embargo, todo esto pasaba como en una procesión, sin que uno solo de tus detalles se le escapara. Las calles estaban bastante despejadas, y no había policías de tránsito. Ramón manejaba como si el auto marchara solo sobre rieles, o como si flotara en el aire. Sin saber por qué fue recorriendo todos los principales lugares que habían estado ligados a su vida. Se llegó primero a la casa donde él y sus hermanos —sus dos hermanas y sus dos hermanos— habían pa­sado la primera noche, en casa de Balbina. Fue luego al taller donde trabajaba ésta, y a continuación pasó por la casa donde Lenaida, su hermana mayor (¿qué seria de ella?) había vivido con el español. Después se pasó por delante de la casa del chino que se había casado con su hermana Zoila y, siguiendo hacia las afueras (se olvidaba ahora que pudiera haber guardias de control) se llegó a la casuca de madera donde había muerto la menor. En aquel mismo barrio había conocido él a Estela, primero en un baile y luego detrás de la gallera. En lugar de la terraza de bailes había ahora una fábrica, y a la puerta un sereno armado de fusil. Ramón pasó sin que le mo­lestaran. Los mismos soldados que guardaban la salida de la ciudad le dieron paso después de cerciorarse de que no iba nadie dentro. Al volver, ni siquiera lo regis­traron. Volvió a pasar por los lugares conocidos, por los teatros, los cines, los cabarets, las casas secretas, todos aquellos lugares donde había llevado gente a divertirse. Nunca se le había ocurrido pensar que la vida tuviera, realmente, tantos encantos. ¿Sería por estos encantos por los que luchaban y se mataban los hombres? Sin embar­go, no se conformaban con ellos; querían siempre más; querían subir, lucirse, soñar, poder, mandar, ser, regir, poseer. Querían subir unos sobre otros, por el hecho mi­mo, y no solamente por esas cosas; músicas, mujeres, bebidas, tiempo, lisonjas, servicios, manjares, salud — ¡salud!

Este concepto le hizo salir repentinamente de su ensimismamiento. Su coche seguía como por sí mismo. No había interrupciones ni paradas; nadie se atravesaba en el camino; además, él llevaba cinco años manejando, y hubiera podido hacerlo un día entero, en medio del tránsito más denso y más nervioso, sin tener su atención des­pierta en lo que hacía; podía pasarse horas y horas pensando en otras cosas, viendo otras cosas imaginativa mente, y sin embargo respetar todas las leyes del tránsi­to. Ahora esto era más fácil; pero de pronto concentró todos sus sentidos en una cosa: su mujer, sus niñas. Por ellas, después de todo, había hecho lo que había hecho, y se veía ahora así. ¿Cómo se veía? Se dio cuenta que en ese momento pasaba justamente frente a la estación central de policía, el sitio donde lo habían "persuadido" a cambiar de bando. Sin haberlo notado, había pasado a una cuadra de su casa, y subía ahora por Monserrate arriba. A la puerta había golpe de soldados y civiles; dentro se notaba mucha actividad. Frenó un poco para tomar una nueva decisión: quería volver todavía a su casa, y ver si Estela había vuelto, y cómo seguían las niñas. Dejaría el carro a cierta distancia; allí mismo, a la vuelta, frente a Palacio, era buen sitio.

Antes de que llegara a la esquina, con intención de doblar un auto ligero pasó casi rozando su guardafango. Por la ventanilla asomó una cara; fue como un fogonazo. La cara asomó sólo un instante y apenas pudo revelarse por la luz de uno de los faroles más próximos, pero fue más que suficiente. Ramón quiso salir adelante, engan­chando rápidamente la segunda, pero antes de que lo con­siguiera, la otra máquina, más nueva y pronta, se le había atravesado delante. Ramón "le mandó" entonces la marchas atrás, dio un corte maestro, y partió, en dirección al mar, a toda la velocidad que daba su auto.

Y así empezó la persecución. La otra máquina, del último modelo, partió tras él con la misma furia. Otras dos maquinas nuevas y ligeras puestas repentinamente en movimiento, se lanzaron en su ayuda, yendo al atajo, por Miras calles, sin tener en cuenta las flechas del tránsito. Ramón había reconocido aquella cara; antes de que hubiera podido emprender la fuga, dos balas de revólver le habían pasado junto a las orejas. Cosa extraña, no sin­tió miedo; nunca nadie le había tirado, a dar, tan cerca; sin embargo, no fue miedo lo que sintió. Y ni siquiera se sintió oprimido. De un golpe, aquel encuentro había hecho desaparecer la terrible angustia que lo envolvía. Su cerebro, a punto de estallar, solicitado por mil hilos, tor­turado por mil alambres, comenzó a funcionar claramen­te y en una sola dirección. Como el aviador que se en­cuentra, a mil pies, en un duelo singular, sólo tenía un propósito: sobreponerse a sus enemigos, aunque fuera sólo burlando su caza. Antes de llegar al mar, el primer Ford se le "había ido encima"; había conseguido tenerlo a toro y en línea recta. Inmediatamente sus ocupantes —debían de ser tres o cuatro— abrieron fuego, con fusiles y revólveres, pero ninguna de las balas dio en las gomas ni en el conductor. Una de ellas le pasó rozando justa­mente el casco de la cabeza; se había agachado instinti­vamente. Pero al salir a la avenida, abrió el escape, giró rápidamente y le fue abriendo, gradualmente, toda la gasolina. Entonces apartó el pie del freno y concentró todos sus sentidos en el timón y en el acelerador.

El otro siguió de cerca. Uno de sus auxiliares, al ver­lo doblar a lo lejos, cortó a salir al paseo del Malecón algunas cuadras más allá, pero Ramón dobló allí mis­mo, y subió por la Avenida de las Misiones. Sin que tuviera tiempo de pensarlo sabía que en las curvas tenia ventaja; en los regateos se había distinguido siempre por su habilidad en los virajes cerrados, cerrando la gasolina al entrar en la curva y abriéndola de golpe al salir de ella; además, él era el condenado, y huía por su vida: los de la velocidad eran peligros menores. El primer persecu­tor viró también rápidamente, y le "cayó atrás", dispues­to a no perderlo de vista. La carrera se inició enton­ces en las calles céntricas. Ramón, al llegar al Parque Central, se disparó como una flecha hacia la ciudad an­tigua, donde la estrechez de las calles le daba ventaja. Además, en este dédalo de calles, mil veces recorridas por él, podría maniobrar constantemente, despistando a los autos auxiliares. Ramón no tenía, desde luego, tiempo de hacerse estas reflexiones. El hombre ensimismado que era él rompía de pronto a la acción dirigido y empujado por un ser oculto en él mismo, que era el que asumía el mando. Viéndolo descender por Obispo, uno de los auxi­liares se lanzó a atajarlo por una calle lateral, pensando que doblaría hacia la derecha. En esto acertó; a las dos o tres cuadras, Ramón dobló por una transversal a la derecha, y, sintiéndolo venir, el otro intentó atravesársele en el camino; pero Ramón seguía con tal velocidad, que el otro montó la acera, y se fue de cabeza contra una puerta de madera, irrumpiendo en el interior de una casa nocturna. Éste quedaba eliminado, por el momento.

Los otros dos continuaron la caza, de cerca y sin ce­der un punto, sólo girando constantemente conseguía hurtarles el blanco. Lo veían un instante, allá a lo lejos, abrían fuego contra él, pero en ese momento había lle­gado a la bocacalle, y doblaba rápidamente. Las gomas rechinaban sobre el pavimento; a veces retiraba por un instante el pie del acelerador; otras, seguía pisando fuer­te, y a todo riesgo. La gente se apartaba, ya de lejos, sin­tiendo la carrera. Un hombre se subió a un poste de la luz, como un gato, y a una velocidad increíble, en el ins­tante en que Ramón salía al parque Cristo, y viraba —"como un rayo", dijo el hombre— en dirección a Mu­ralla. De algún modo, el segundo auxiliar presintió tam­bién que Ramón querría salir por la parte de la Estación Terminal, y mandó dos o tres autos más a ocupar aque­lla salida. Pero antes de desembocar en tal punto, el ser oscuro que ahora guiaba a Ramón, le hizo dar la vuelta. Bajó, a todo lo que daba el carro, por la calle San Isi­dro; desembocó en la Alameda de Paula, subió a Ofi­cios, y finalmente, por Tacón, salió a la Avenida del Malecón. Ahora su propósito era otro, distinto al de es­quivar los tiros de sus perseguidores en calles estrechas. De pronto se le ocurrió que, saliendo a campo abierto, po­día lanzarse del carro, dejar que éste siguiera adelante, y emprender él una fuga a monte traviesa...

Pero la salida del monte no podía ser por calles an­chas, donde sería blanco fácil, de modo que en seguida dobló hacia el corazón de la ciudad, y de allí, a través de la parte alta partió en busca de una salida. Ahora eran más de dos los que corrían tras él, pero todavía no habían conseguido ganar la desventaja con que habían iniciado su persecución. Su ventaja estaba en las armas que llevaban, en el número de hombres que iban dentro, y en que, si a uno se le acababa la gasolina, los otros seguirían. Él en cambio, no podría poner gasolina; esta idea fue, acaso, la que le hizo tomar la decisión de salir al campo.

Después de algunos minutos zigzagueando por las ca­lles altas, tomó la decisión de hacer la salida. Al fin, ha­bría que tomar una calle ancha, al menos por un buen tramo. Era un albur que había que correr. Su inten­ción primera era tomar la Avenida de Carlos Tercero, ir en demanda de Zapata, pasar junto al cementerio, y pre­cipitarse entonces más allá del río. Pero antes de tomar definitivamente este camino, le saltó a la conciencia una idea peregrina, que se planteó a si mismo en un instan­te: no saldría al campo; llegaría hasta el hospital, me­tería el carro contra una esquina y, herido —si no lo estaba se heriría a sí mismo—, entraría en el hospital, y pediría auxilio. Puede que sus persecutores no lo siguie­ran hasta allí, y lo buscaran, en cambio, por las casas más próximas al lugar donde hallaran el auto. Al mismo tiempo pensó que acaso con el día viniera algún reme­dio. No sabía de cierto qué remedio podía ser; pero, de algún modo, muy vaga y oscuramente, todavía lo espe­raba. Ignoraba, desde luego, que también el hospital es­tuviese tomado por los que ahora eran sus enemigos.

Pensando esto se precipitó a su ejecución. En un se­gundo previo el lugar exacto en que estrellaría el auto, y la velocidad que llevaría para que quedara inutiliza­do y sin embargo pudiera él salir con vida. La idea del hospital le vino por puro accidente. Pasando por una esquina donde años antes había arrollado a un niño, re­cordó que lo había llevado al hospital; había sido una de las más terribles angustias de su vida. Mientras esperaba la intervención del médico, se había puesto tan pálido, tan desencajado su rostro, tan despavoridos sus ojos, que otro médico se había detenido delante de él y había mandado que le dieran no sabía qué medicina. Después lo habían llevado a una sala con muchos aparatos blan­cos y extraños, y le habían examinado el corazón, y le habían hecho varias preguntas. Para su asombro, Ramón no padecía ni había padecido ninguna enfermedad; aque­lla expresión descompuesta le venía tan sólo de su con­ciencia. Los mismos médicos le habían pedido a la ma­dre del niño —que por fortuna se había salvado— que no fuera severa en sus acusaciones. Era una mujer muy pobre, y ni siquiera lo acusó; luego, Ramón lo iba a ver cuando podía, y le hacía algún pequeño regalo. Recordó siempre aquella atención de los médicos como una de las más amables de su vida. Y ahora, en el trance supremo, cuando todo lo había puesto en salvarse, pensó en ellos —o en otros— como sus posibles protectores.

Puso entonces toda la intensidad de su empeño en al­canzar el hospital. Se hallaba todavía en el centro de la parte superior de la ciudad y tendría que cruzar una ancha plazoleta antes de poder alcanzar el sitio donde esperaba estrellar el auto. Timoneando constantemente, dando cortes y virando sobre dos ruedas, consiguió por fin acercarse a su meta, pero cuando estaba a punto de desembocar en la ancha vía advirtió de pronto que dos autos, nada menos, se le habían atravesado a la salida. Probablemente estarían allí parados. Ramón frenó lo más lentamente posible, montó una de las aceras y dio la vuelta. Los de delante abrieron fuego contra él; una de las balas le atravesó la muñeca izquierda, pero él apenas sintió más dolor que el de una picada de alfiler. Al volverse, notó que su inevitable perseguidor venía calle arriba, como un torpedo hacia él, y disparando. Sus ba­las dieron en el coche, pero ninguna consiguió inutili­zarlo. Ramón abrió toda la gasolina, y se precipitó, en línea recta también hacia el otro. Por un instante pa­reció inevitable un choque mortal para ambos; el perse­cutor vio venir el auto de Ramón sobre el suyo y frenó, justamente antes de salir a la penúltima bocacalle; por ésta dobló entonces Ramón, sin moderar velocidad, atra­vesando una cortina de balas. El persecutor perdió unos segundos en volver a imprimir velocidad a su coche, pero otra bala había alcanzado a Ramón, ésta, justamente so­bre la sien. Le había pasado raspando, como el hierro de un arado que levanta la corteza vegetal de la tierra. No le dolía, pero la sangre le obligaba a cerrar el ojo y le escocía en él. Así, con un solo ojo, y con una mu­ñeca taladrada, perdiendo sangre continuó la carrera sin disminuir velocidad, y con el propósito más resuelto aún de llegar al hospital. Otra vez se lanzó Ramón en de­manda de aquel lugar, pero por distinta dirección. Ha­biendo ganado alguna ventaja, pudo llegar a la calle de San Lázaro, y doblando por ella emprendió una carrera recta, con el acelerador enterrado hasta el final.

Pero esta salida estaba también cerrada. Tres auto­móviles se habían atravesado en una de las últimas bo­cacalles, y abriendo fuego; lo hicieron, sin embargo, de­masiado pronto, pues Ramón tuvo tiempo de doblar a la derecha, y salirse de su línea. El primer persecutor ganó entonces el tiempo perdido y se le fue encima.

Ramón se encontró ahora proa a la ciudad, en la an­cha avenida del Maine. Había perdido bastante sangre y, con ella, sin duda, parte de las energías y de la agu­deza mental que le permitieran continuar aquel duelo desigual. Comenzaba a sentirse desfallecido; su pulso va­cilaba sobre el timón. El auto siguió corriendo por el medio de la avenida, pero ya no con la constante segu­ridad de antes. Su persecutor lo advirtió. A veces mo­deraba velocidad, como si fuera a parar, y a continua­ción volvía a lanzarse a toda máquina. Además, ya no corría con el ritmo estable, a veces se iba sobre un lado. Otras sobre el opuesto, como si llevara la dirección tor­cida. Tres máquinas más se emparejaron al primer per­secutor. El perseguido perdía velocidad. ¡Ya lo tenían!

Sin embargo no se le acercaron inmediatamente; temían una emboscada. Dentro del auto iba —sin duda— alguien más que el chofer. Si no ¿a qué venía la persecución? Uno de los que ocupaban el primer auto aseguraba haber visto, al empezar la caza, cómo un hombre se tiraba al suelo dentro del auto de Ramón. Sin embargo, nadie había contestado a sus disparos; tan sólo aquel chofer loco, huyendo como un desesperado. El mismo chofer te­nía que ser culpable; de otro modo, no se explicaba que se expusiera de modo tan extraño. Lo siguieron a distan­cia, ya sin disparar, pero sin acercarse demasiado. El perseguido perdía, visiblemente, velocidad, estabilidad. A veces parecía que iba a detenerse definitivamente, pero cobraba un nuevo impulso y seguía, aunque a tirones. Lo tenían ya, no sólo al alcance de los fusiles, sino de los revólveres. Gradualmente se fueron acercando. Con las fuerzas que le quedaban, Ramón llegó de nuevo hasta la Avenida de las Misiones, y dobló hacia la ciudad ¡quien sabe con qué intención! Repetidamente, sin embargo, vol­vía a esta zona, donde se hallaban, a la vez, su casa y la estación de policía, donde había comenzado la persecu­ción. Los que le seguían adivinaron que intentaba llegar a la estación. Toda su atención estaba ahora en evitar que se les escapara el que se suponía ocupaba el asiento posterior del auto. Las dos máquinas de los lados toma­ron precauciones en ese sentido, encañonando los costados de la de Ramón, mientras que la del centro se iba acer­cando por detrás.

Frente al Palacio, el auto de Ramón llegó casi a de­tenerse, pero cobró un nuevo y breve impulso, y siguió adelante, como remolcado por una fuerza invisible. Los otros guardaron la distancia; se fueron aproximando. Ra­món se detuvo, nuevamente, en el mismo sitio de donde había partido.

Dentro de la estación continuaban las luces encendidas; entraba y salía gente; el aire parecía lleno de un rumor lejano, un rumor filtrado y amortiguado a través de un denso muro de fieltro. Las voces distintas se hicieron un solo murmullo igual, desvaneciente. Ramón volvió la mirada hacia el edificio, cuya iluminación interior brota­ba por las ventanas; y su cabeza se inclinó sobre el hom­bro izquierdo, se dobló, se derribó. Todavía aquel rumor apagado y desvaneciente, a lo lejos, muy a lo lejos...

Los tres autos se pararon, pareados, en medio de la calle. Varios hombrea armados se tiraron de ellos; otros, salidos de la estación, rodearon el auto de Ramón. Uno abrió la puerta delantera, y el chofer se desplomó sobre el estribo, todavía con los pies en los pedales. Simultá­neamente, otros hombres abrían las puertas posteriores, y buscaban dentro con sus lámparas de bolsillo. Luego se miraron unos a otros asombrados. ¡No había nadie dentro! Uno de los principales se inclinó entonces sobre el chofer, que había quedado derribado, el cuerpo retor­cido, con la cabeza colgando y los ojos cerrados. Le en­focó la lámpara: lo miró despacio; apagó la lámpara y se quedó pensando, como tratando de recordar; nuevamente volvió a bañar el rostro con la luz de la lám­para, y otra vez se quedó pensando. Todos en derredor se habían quedado callados, esperando una explicación. El hombre dijo: "¿Lo conoce alguno?"

Nadie lo conocía. De la estación vinieron más hom­bres. Se sacó el cuerpo, todavía caliente, y se le condujo al interior. Y a la luz eléctrica podían distinguirse bien sus facciones; no eran rasgos vulgares; cualquiera que lo hubiese conocido, lo reconocería. Pero allí nadie lo reco­nocía. Se llamó al primero que había disparado contra él.

— ¿Qué viste tú ahí dentro? —preguntó el oficial de guardia.
—Estoy seguro de que vi un hombre; asomó por la ventanilla y se escondió. Entonces miré al chofer, y éste, instantáneamente intentó escapar. Por eso lo seguí; y él allá abajo, contestó a los tiros.

Se buscó en el auto, pero no había ningún arma. Ra­món no había disparado; alguien lo había hecho, sin duda, de alguna de las casas. Además, su revólver había sido robado de la bolsa de la puerta derecha delantera, posiblemente en la piquera, mientras se fijaba en uno de los hombres que lo habían mirado con insistencia.

Nadie había visto nada más. El único testimonio era el de aquel muchacho, que creía haber visto un hom­bre en el asiento posterior. Pero ¿por qué había huido el chofer? ¿Qué interés podía tener él, un simple fotinguero? Se examinó su título; se preguntó a la Secreta, a la Judicial. Su nombre no figuraba en ninguno de los archivos. En tanto, el cuerpo seguía allí, tendido sobre una mesa. Lo habían dado por muerto, aunque en rea­lidad sólo estaba desangrado, pero antes de dos horas, su cuerpo se había tornado rígido y frío. Junto con su tí­tulo estaba su dirección; un agente fue a su casa, desper­tó a Estela y le hizo preguntas. Nada. La mujer, atemo­rizada, temblando, no aclaraba nada. Vivía en medio de la mayor pobreza; era imposible que hubiese un agente especial del gobierno tan mal pagado.

Todos los que habían tomado parte en la persecución rodeaban ahora el cuerpo con aire de perplejidad. ¿Por qué la carrera, por qué la persecución, por qué aquella víctima? Nadie podía aclarar nada. Era imposible que el pasaje, si hubiera, se hubiese tirado del auto. No había tenido tiempo; no lo habían perdido de vista y en ningún momento había ido a tan poca velocidad que pudiese ha­cerlo. Respecto al chofer, en el garaje nada habían podido aclarar. Todos lo conocían como un buen muchacho; na­die sabía que tuviese concomitancias políticas (evidente­mente, le habían dado poca importancia; la única per­sona que podía dar fe era su jefe inmediato, el otro chofer, y ése había sido silenciado para siempre, y no había dejado ningún dato impreso, pues todo lo llevaba en la memoria). Por fin, hacia la madrugada, un hom­brecito uniformado, antiguo policía convertido en orde­nanza, se abrió paso entre los presentes y se quedó mi­rando fijamente el cadáver. Miró en derredor, al tiempo que se mesaba los caídos bigotes tabacosos.

— ¿Por qué han matado a éste? —preguntó—. Si es uno de los suyos... Yo lo recuerdo. No esquíen es, ni cómo se llama, pero lo he visto traer aquí, hace bastante tiempo, y golpearlo. Era, según decían, un revolucionario. ¡Y tenía que ser de los bravos! Dos o tres veces lo me­tieron ahí, y le dieron golpes de todos colores, sin que pudieran hacerlo hablar. Luego no volvió más...

Se miraron unos a otros. El viejo dio la vuelta, se abrió de nuevo paso por entre el gentío, volvió a su trabajo, doblegado por los años y por las experiencias.

Wednesday, January 17, 2007

01-24-2007 Club de Lectura-Book Club

ABRIL ES EL MES MÁS CRUEL - G. Cabrera Infante- Cuba

No supo si lo despertó la claridad que entraba por la ventana o el calor, o ambas cosas. O todavía el ruido que hacía ella en la cocina preparando el desayuno. La oyó freír huevos primero y luego le llegó el olor de la manteca hirviente. Se estiró en la cama y sintió la tibieza de las sábanas escurrirse bajo su cuerpo y un amable dolor le corrió de la espalda a la nuca. En ese momento ella entró en el cuarto y le chocó verla con el delantal por encima de los shorts. La lámpara que estaba en la mesita de noche ya no estaba allí y puso los platos y las tazas en ella. Entonces advirtió que estaba despierto.

— ¿Qué dice el dormilón? —preguntó ella, bromeando. En un bostezo él dijo: Buenos días.
— ¿Cómo te sientes?

Iba a decir muy bien, luego pensó que no era exactamente muy bien y reconsideró y dijo:
—Admirablemente.

No mentía. Nunca se había sentido mejor. Pero se dio cuenta que las palabras siempre traicionan.
— ¡Vaya! —dijo ella.

Desayunaron. Cuando ella terminó de fregar la loza, vino al cuarto y le propuso que se fueran a bañar.
—Hace un día precioso —dijo.
—Lo he visto por la ventana —dijo él.
— ¿Visto?
—Bueno, sentido. Oído.

Se levantó y se lavó y se puso su trusa. Encima se echó la bata de felpa8 y salieron para la playa.
—Espera —dijo él a medio camino—. Me olvidé de la llave. Ella sacó del bolsillo la llave y se mostró. Él sonrió.
— ¿Nunca se te olvida nada?
—Sí —dijo ella y lo besó en la boca—. Hoy se me había olvidado besarte. Es decir, despierto.
Sintió el aire del mar en las piernas y en la cara y aspiró hondo.
—Esto es vida —dijo.

Ella se había quitado las sandalias y enterraba los dedos en la arena al caminar. Lo miró y sonrió.
— ¿Tú crees? —dijo.
— ¿Tú no crees? —preguntó él a su vez.
—Oh, sí. Sin duda. Nunca me he sentido mejor.
—Ni yo. Nunca en la vida —dijo él.

Se bañaron. Ella nadaba muy bien, con unas brazadas largas, de profesional. Al rato él regresó a la playa y se tumbó en la arena. Sintió que el sol secaba el agua y los cristales de sal se clavaban en sus poros y pudo precisar dónde se estaba quemando más, dónde se formaría una ampolla. Le gustaba quemarse al sol. Estarse quieto, pegar la cara a la arena y sentir el aire que formaba y destruía las nimias dunas y le metía los finos granitos en la nariz, en los ojos, en la boca, en los oídos. Parecía un remoto desierto, inmenso y misterioso y hostil. Dormitó.

Cuando despertó, ella se peinaba a su lado.
— ¿Volvemos? —preguntó.
—Cuando quieras.

Ella preparó el almuerzo y comieron sin hablar. Se había quemado, leve, en un brazo y él caminó hacia la botica que estaba a tres cuadras y trajo picrato. Ahora estaban en el portal y hasta ellos llegó el fresco y a veces rudo aire del mar que se levanta por la tarde en abril.
La miró. Vio sus tobillos delicados y bien dibujados, sus rodillas tersas y sus muslos torneados sin violencia. Estaba tirada en la silla de extensión, relajada, y en sus labios, gruesos, había una tentativa de sonrisa.

— ¿Cómo te sientes? —le preguntó.

Ella abrió sus ojos y los entrecerró ante la claridad. Sus pestañas eran largas y curvas.
—Muy bien. ¿Y tú?
—Muy bien también. Pero, dime... ¿ya se ha ido todo?
—Sí —dijo ella.
—Y... ¿no hay molestia?
—En absoluto. Te juro que nunca me he sentido mejor.
—Me alegro.
— ¿Por qué?
—Porque me fastidiaría sentirme tan bien y que tú no te sintieras bien.
—Pero sí me siento bien.
—Me alegro.
—De veras. Créeme, por favor.
—Te creo.

Se quedaron en silencio y luego ella habló:
— ¿Damos un paseo por el acantilado?
— ¿Quieres?
—Cómo no. ¿Cuándo?
—Cuando tú digas.
—No, di tú.
—Bueno, dentro de una hora.

En una hora habían llegado a los farallones y ella le preguntó, mirando a la playa, hacia el dibujo de espuma de las olas, hasta las cabañas:
— ¿Qué altura crees tú que habrá de aquí a abajo?
—Unos cincuenta metros. Tal vez setenta y cinco.
— ¿Cien no?
—No creo.

Ella se sentó en una roca, de perfil al mar, con sus piernas recortadas contra el azul del mar y del cielo.
— ¿Ya tú me retrataste así? —preguntó ella.
—Sí.
—Prométeme que no retratarás a otra mujer aquí así. Él se molestó.
— ¡Las cosas que se te ocurren! Estamos en luna de miel, ¿no? Cómo voy a pensar yo en otra mujer ahora.
—No digo ahora. Más tarde. Cuando te hayas cansado de mí, cuando nos hayamos divorciado.

Él la levantó y la besó en los labios, con fuerza.
—Eres boba.

Ella se abrazó a su pecho.
— ¿No nos divorciaremos nunca?
—Nunca.
— ¿Me querrás siempre?
—Siempre.

Se besaron. Casi en seguida oyeron que alguien llamaba.
—Es a ti.
—No sé quién pueda ser.

Vieron venir a un viejo por detrás de las cañas del espartillo.
—Ah. Es el encargado. Los saludó.
— ¿Ustedes se van mañana?
—Sí, por la mañana temprano.
—Bueno, entornes quiero que me liquide ahora. ¿Puede ser? Él la miró a ella.
—Ve tú con él. Yo quiero quedarme aquí otro rato más.
— ¿Por qué no vienes tú también?
—No —dijo ella—. Quiero ver la puesta de sol.
—No quiero interrumpir. Pero es que quiero ver si voy a casa de mi hija a ver el programa de boseo en la televisión. Usted sabe, ella vive en la carretera.
—Ve con él —dijo ella.
—Está bien —dijo él y echó a andar detrás del viejo.
— ¿Tú sabes dónde está el dinero?
—Sí —respondió él, volviéndose.
—Ven a buscarme luego, ¿quieres?
—Está bien. Pero en cuanto oscurezca bajamos. Recuerda.
—Está bien —dijo—. Dame un beso antes de irte.

Lo hizo. Ella lo besó fuerte, con dolor.
Él la sintió tensa, afilada por dentro. Antes de perderse tras la marea de espartillo la saludó con la mano. En el aire le llegó su voz que decía te quiero. ¿O tal vez preguntaba me quieres?
Estuvo mirando al sol cómo bajaba. Era un círculo lleno de fuego al que el horizonte convertía en tres cuartos de círculo, en medio círculo, en nada, aunque quedara un borboteo rojo por donde desapareció. Luego el cielo se fue haciendo violeta, morado y el negro de la noche comenzó a borrar los restos del crepúsculo.

— ¿Habrá luna esta noche? —se preguntó en alta voz ella.
Miró abajo y vio un hoyo negro y luego más abajo la costra de la espuma blanca, visible todavía. Se movió en su asiento y dejó los pies hacia afuera, colgando en el vacío. Luego afincó las manos en la roca y suspendió el cuerpo, y sin el menor ruido se dejó caer al pozo negro y profundo que era la playa exactamente ochenta y dos metros más abajo.

Tuesday, January 09, 2007

01-17-2007 Club de Lectura-Book Club

Se realizara en la nueva casa de la familia Dietrich (1184 Route 105).

EL PAJARITO DE LOS DOMINGOS- Maria de Monserrat - Cuba

Mi mejor amiga es Pepita, la hija de los carboneros. Tuve que dar muchas explicaciones a mi familia por esta preferencia y probar que tal amistad no me convierte en una chica sucia y desprolija, que no pierdo mis buenos modales ni nada de lo superior que se esfuerzan por inculcarme.

El lugar más limpio que conozco, y el más cómodo, es la trastienda donde viven los carboneros. Antes hay que pasar por la negrura y el tizne. Pero creo que no debe ser sólo por el contraste que allá lo blanco es más blanco que en cualquier otro sitio.

Y cuando Pepita está enferma, admiro sus sábanas dóciles y crujientes, según como ella se revuelve parecen rodearla de países fragantes y soleados. La cama esmaltada no tiene ninguna salta¬dura y el mosquitero que se frunce en lo alto, dentro de una corona de bronce, está arreglado como un velo de novia.

Yo me quedaría para siempre en esta casa, por los cromos de las paredes, por las ventanas y sus cortinas recogidas con moños de cinta desde donde se ve un patiecito lleno de plantas. Aquí se está bien, por frío que esté afuera y siempre hay agua pronta para el té sobre el calorífico de cisco. Se habla poco, las personas son amables y reposadas, no se les nota que les falte por completo la educación como aseguran en casa.

¡Estamos tan contentas! Hoy es sábado y ya hicimos los de¬beres del lunes. Pepita me ayudó en una redacción y yo la ayudé en los ejercicios de aritmética. Mañana iremos, como todos los domingos, a la feria grande con mí tía Melita y a más de curiosear, de comer bizcochos y comprar calcomanías, elegiremos un lindo pajarito.

Una mañana fría pero hermosa; tenemos los cachetes colo¬rados, los pies calientes, las manos algo paspadas. Mi tía Melita nos ha comprado bizcochos y un bastón de caramelo a cada una. Nosotras cargamos con la cesta llena de naranjas y ella se oculta de los piropeadores con un gran ramo de dalias matizadas. Ahora vamos al puesto de los pájaros. El hombre nos conoce pero nunca es muy amable. Se pone hosco y pregunta: ¿Van a llevar lo mismo? Yo propongo que esta vez llevemos un cardenal. ¡Son tan vistosos! Sobre todo los de penacho rojo. Se lo ruego. Pero mi tía Melita levanta los hombros como hace cuando no vale la pena contestar. Los mistos parecen recién cazados, chocan continua¬mente contra los alambres. Hay pájaros menos chucaros y más bonitos. No digo comprar un canario, sería pedir mucho, pero tal vez un gargantillo. ¿Por qué no un gargantillo? Mi tía levanta los hombros por segunda vez y ya no me atrevo a proponer nada más. «Será como siempre -le susurro a Pepita- no tienen un poco de imaginación». Aquí está. Un misto ruin y descolorido. Lo ponen dentro de una bolsa de papel que tiene un agujerito para la respiración. Se la cedo a Pepita; con su mano libre la lleva con muchísimo cuidado. En la puerta nos despedimos para vernos más tarde. Pero ahora Pepita pide algo. «¿No me dejaría ver la pajarera de los mistos, señora?» Mi tía Melita va a contestar con alguna palabra cor¬tante, lo piensa mejor y dice: «¿Quieres verla? Pasa, pasa».

Pepita camina entre nosotras, admirada. Le gustan los sillones de mimbre, tan blancos y floridos, las palmas en sus soportes de mayólica, y más que nada el vitral del techo por el que bajan todos los colores que existen. Estoy contenta. Creo que ya la admitirán de vez en cuando. Llegamos al segundo patio. Le murmuro a mi amiga: «Ahora vas a conocer a toda la familia». Mi madre sale de la cocina secándose las manos, mi tío se levanta con su libro bajo el brazo, mi abuela sale de su cuarto apoyada en el bastón. Todos nos acercamos a la jaula. Tía Melita arrebata a mi amiga la bolsa de papel. Ella se sobresalta y la mira asombrada, aún sin entender.

¡Aquí tienes el pajarito de los domingos, mi goloso! Con su habilidad de siempre, tía Melita abre la puerta de la jaula al mismo tiempo que rasga el papel. El misto entra. ¡Tan feito él! Después de un loco revoloteo le viene el chucho como a los otros. El caburé lo mira. Hincha su pechera blanca, levanta su cola rayada. ¡Es tan gracioso! Giro hacia Pepita y veo a una desconocida. ¿Pero qué le pasa? Retrocede alocada. ¡Casi hace caer a mi abuela! Ahora corre atropelladamente. ¡Pepita! ¡Pepita! Quiero ir tras ella pero me lo impiden.

Se ha ido gritándonos algo horrible. ¡Dios mío! El primer día que entraba en esta casa y que le dejábamos ver todo, hasta el precioso caburé en su momento más interesante. «¿Qué te decíamos, eh? Ya sucedió. La carbonerita ha mostrado su hilacha.»

Ahora cada uno vuelve a lo que estaba haciendo antes. No puedo menos que averngozarme. A causa de Pepita se han perdido la mayor distracción del domingo. El caburé ya se ha zampado la cabecita del misto. Y lo demás no vale tanto la pena.